A la media noche del 5 de abril de 1724, a los setenta y cinco años de edad y sesenta y cinco de religión, fallecía en olor de santidad, la Madre Sor Josefa Manuela de Palafox y Cardona. Tras el tañido de la campana anunciando el tránsito a los cielos de tan santa religiosa pronto se difundió por la ciudad la noticia, por lo muy querida que era para los sevillanos esta madre capuchina, al punto que los niños corrían por las calles clamando: “ha muerto la santa abadesa de las Capuchinas”.
Nacida el 31 de diciembre de 1649, hija de D. Juan de Palafox (Marqués de Ariza) y Dª Felipa de Cardona (Hija de los Almirantes de Aragón y Príncipes de Ligni) desde muy pequeña se inclinó a la vida religiosa, tomando el hábito capuchino en el Monasterio de Zaragoza a los 10 años de edad, el día 3 de mayo de 1659. Durante 52 años vivió en el cenobio zaragozano desempeñando numerosos servicios en la Comunidad siendo elegida abadesa a los cuarenta años de edad, prelatura que desarrolló durante dos trienios.
El nombramiento de su hermano D. Jaime de Palafox y Cardona como Arzobispo de Sevilla, propició la fundación en la ciudad del Monasterio de Santa Rosalía, lo que, no sin falta de complicaciones, se logró establecer el 9 de enero de 1701 en que llegaron “las penitentísimas hermanas Capuchinas” desde Zaragoza formada la Comunidad por la Madre Josefa Manuela de Palafox y Cardona como abadesa y las religiosas Sor Clara Gertrudis Pérez, Sor Jerónima Peña, Sor Tomasa Aguado, Sor Josefa Antonia Melero y Sor Andrea Serafina Moncayo (novicia y sobrina de la fundadora).
Llegadas a Sevilla, con el convento actual aún por construir, fueron instaladas provisionalmente en el Hospicio de San Blas en la collación de Santa Marina, donde el prelado había adaptado unas viviendas cercanas a la Ermita de San Blas en el interín que se edificaba el convento. La repentina muerte de D. Jaime de Palafox, el 2 de diciembre de 1702, promotor y benefactor de la obra, hizo que se perdiera la principal fuente de financiación de la construcción, cosa que lejos de amedrentar a nuestra fundadora, le hizo sacar fuerza de la debilidad y seguir con la empresa hacia delante partiendo de la simple cimentación del edificio.
Gracias al cariño y devoción que la ciudad profesaba a nuestras HH. Capuchinas, el Monasterio se pudo concluir una semana de la muerte de la fundadora.
Durante toda su vida, recogida en la carta que escribiera Sor Clara Gertrudis Pérez (segunda abadesa del Monasterio) para comunicar su muerte, destacó por una profunda vocación contemplativa, siendo el coro el lugar donde pasó gran parte de su vida alabando a Dios de quien recibió abundantes gracias.
Cuidó de todas sus hijas con primoroso amor de madre. Frecuentemente les repetía en los Capítulos: “Hijas de mi corazón crean que el alma se me va por cada una y que las deseo santas, santísimas y perfectísimas. Y que las amo y las tengo a cada una dentro de mi corazón porque no las amo para este mundo, sino para la eternidad. Y así como las del mundo fundan mayorazgos para dejar a sus hijas ricas, yo las quiero ricas y que atesoren en el cielo que ese es el verdadero amor y el más perfecto querer, criarlas para Dios, en Dios y por Dios.”
Conociendo los rigores que conlleva la vida capuchina, organizó los trabajos que normalmente se distribuían para toda una semana lo dispuso en un solo día: “Esto lo hago porque mis hijas no se cansen, ni enfermen, pues la que no puede fregar, ni despertar a Maitines toda una semana, lo podrá hacer un día sin que le haga mal”.
Intentando aliviar a las monjas enfermas cuantas necesidades espirituales y corporales padecían, las consolaba con estas palabras: “Hijas mías, buen ánimo, que nos hemos de ir al cielo y esta vida es un soplo. Se acercan instantes de eternidad en donde al tiempo de gozar se nos hará poco todo padecer. Aquella con que la poca salud que Dios le da se esfuerza a la santa obediencia en todo lo que pueda, dará tanto mayor gusto a Dios que la de más robusta salud a quien no cuesta tanto”.
Eran continúas las visitas en el Locutorio por el mucho consuelo que daba a quienes se acercaban a ella. Sor Clara Gertrudis recoge en su carta en este sentido que: “Era tal el concepto que los bienhechores habían hecho de su reverencia que a este fin la importunaban repetidas veces y a la verdad tomaba la Venerable Madre, con su gran caridad, tan grande empeño en consolarlos que no se excusaba en poner cuanto era posible en lo temporal y espiritual. […] pues era admiración el ver tan juntos y hermanados los dos empeños de Marta y María, de suerte que aunque saliera inmediatamente de los negocios de la reja y entraba en el coro se quedaba en abstracción”.
Los últimos diez años de su vida padeció una grave enfermedad que la fue consumiendo hasta dejarla postrada en la cama una semana antes de su muerte, no por ello dejando ninguna de sus obligaciones y cuidado de las hermanas. Conocedora de la llegada de la despedida, deseosa de encontrarse con Dios, consolaba a sus hijas diciendo: “No lloren, que en el corazón las llevo delante de nuestro Señor, yo para nada en este mundo hago falta, a todas las he amado y seguiré amando hasta el final”.
A las 12 de la noche del día 5 de abril de 1724, tras pronunciar por tres veces el dulcísimo nombre de Jesús partía hasta el encuentro con su Señor aquella que “amó del todo a Aquel a quien del todo se entregó por tu amor” (Santa Clara de Asís).
Hasta hoy, sus hijas siguen dando continuidad a la obra que la venerable Madre Josefa Manuela emprendió en Sevilla, testimoniando con sus vidas la alegría de vivir en la radicalidad evangélica. Nuestra Hermandad, poseedora de Carta de Hermandad con la Comunidad, las felicita en este día tan especial y las anima a seguir las huellas de tan santa madre. Que el Señor les colme de bendiciones y les acompañe siempre.
Antonio Martínez Rull