Siglo XIX

En 1810, el vecino convento de San Laureano es asaltado por las tropas del mariscal Soult con gran pérdida de su patrimonio, tanto los frailes como la Hermandad del Santo Entierro. Los Mercedarios supieron sobreponerse a tan duro golpe y se mantienen en el edificio durante los años 1814 – 1817 en que se produce un incendio de grandes proporciones que hace que tengan que abandonarlo definitivamente.

Richard Ford. Grabado del derribo del Convento de San Laureano. 1831

 Con la marcha de la comunidad, el barrio se veía privado de la asistencia religiosa que estos prestaban cuando la zona quedaba incomunicada con la ciudad. En esta situación es de suponer que la capilla asumiera estas funciones, hasta que en 1825 llegaran procedentes de la Cruz del Campo los Carmelitas que fueron desamortizados del Convento de Santa Teresa. La Parroquia vio en ellos la solución para sustituir la ausencia de los Mercedarios y por ello apoyaron incondicionalmente la iniciativa del Carmelo para que se hicieran responsables del culto y administradores de las propiedades.

La venida del Carmelo supuso un choque frontal con el vecindario que ve en la actitud de los frailes un atropello de sus derechos. Pese a no tener una vida de Hermandad activa, los vecinos seguían considerando la capilla como algo suyo y ante el intento de adueñarse del inmueble por parte de la comunidad, no dudan en presentar en el Palacio Arzobispal un informe argumentando la existencia de una Hermandad propietaria con Reglas aprobadas en 1730.

Estas primeras décadas del siglo XIX son un momento de escasa actividad donde tan sólo el culto intramuros es la acción de la corporación. Nuevas devociones se instauran en la capilla. La Santísima Virgen del Rosario pasa al manifestador del Altar Mayor para ocupar el camarín central la talla de Santa Teresa de Jesús “de dos varas,” titular del convento. En un altar portátil se ubicó una escultura de vestir de Nuestra Señora del Carmen “de dos varas de altura y tiene en sus brazos un niño”. Esta devoción arraigó entre los Humeros hasta el punto de crearse una Hermandad en torno a ella cuyas Reglas fueron aprobadas en 1879. En el inventario que conservamos de este momento encontramos relacionada por vez primera la escultura de San José que posiblemente fuese uno de los santos del retablo del desaparecido cenobio carmelitano.

Desde la marcha de los Carmelitas, hasta la década de los cincuenta, nos enfrentamos a veintitrés largos años de los que nada sabemos. La primera noticia que tenemos la encontramos en el segundo libro de actas donde parece que intentan volver a fundar la Hermandad allá por el año 1858. A partir de este momento surge en el barrio una nueva generación preocupada por la capilla iniciándose así un nuevo florecimiento de la corporación. Si en la época fundacional es Miguel Liñán quien impulsa al vecindario, ahora hallamos como alma mater de nuevo a otro Mayordomo, Domingo Fresa, quien con su esfuerzo hace posible la restauración.

El 30 de junio de 1868, previo a los sucesos acontecidos con la Revolución, la Hermandad realizó nuevas Reglas donde se especificarán los fines de la misma, máxime cuando pensaban que no existían unas previas. En los dieciocho artículos de que se compone se pretende preservar y fomentar los cultos en la capilla en honor a la Virgen Patrona de los Humeros. En esta misma línea se presta especial atención a la misa dominical, el rezo del rosario o la salida procesional que deberá acontecer siempre que la situación económica lo permita.

La llegada de savia nueva trae consigo nuevos aires al Instituto de la Hermandad. El  Rosario público está viviendo su epílogo. El cambio de la sociedad y la inseguridad política que pone en entredicho a la Iglesia, hace que el culto público se encierre en los templos, siendo escasa las manifestaciones externas de la religiosidad popular. Por otro lado, la devoción hacia la Virgen del Rosario hace que se cambie el instituto fundacional con predominio del Rosario público por el culto a la imagen. A partir de 1865 comienza a procesionar la Santísima Virgen por el callejero de la feligresía, adquiriendo la corporación las primeras andas. Llama poderosamente la atención el hecho de que fueran tres pasos los que forman el cortejo, lo cual pone de manifiesto la magnitud del evento. A pesar de centrarse en la procesión, no dejan de celebrarse, aunque con menor asiduidad, el Rosario público generalmente en el mes de octubre y noviembre, como el organizado en noviembre de 1867 hasta el cementerio en sufragio por los hermanos difuntos. La asistencia de los fieles fallecidos perduró a lo largo del siglo, constatándose una serie de reformas del aparato mortuorio para su mejor adecuación en 1858.

Proyecto de restauración de la fachada de la calle Liñán

La Revolución de 1868 marcó profundamente a la Hermandad, como fue común en Sevilla. El Gobierno volvió a asestar un duro golpe a la Iglesia incautando sus bienes. La capilla fue expropiada en 1868 y devuelta un año después. En 1870 el abogado gaditano Gómez Imaz se hace con las propiedades de la posada contigua a la capilla, antiguo Convento de los Carmelitas y la ermita, lo cual prueba que, pese a haber sido devuelta, el tema de la propiedad no quedó zanjado. Ello se demuestra ya que en 1873 vuelve a ser ocupada. Los vecinos del barrio reclaman al Palacio Arzobispal la solución de problema, que poco provecho alcanzó. La Hermandad debió hacer uso de la capilla pese a no poseer su propiedad ya que en 1897 el mencionado Gómez Imaz solicita al Ayuntamiento de la ciudad una licencia de obras para intervenir en sus fincas, entre ellas la capilla, abriendo en el zócalo de la fachada de la calle Liñán dos ventanas. Este acontecimiento coincide con un momento en que es casi inexistente la vida de la corporación.

En esta situación problemática, encontramos un periodo de cierta calma y estabilidad entre 1875 y los primeros años de la década de los ochenta. Los mandatos de Manuel Tirado (1875 – 1878) y Manuel Domínguez (1879 –  1901) fueron años de continuidad de la tarea empezada tras la aprobación de la Regla, aún con una economía poco solvente, característica de esta centuria. El Instituto de la Hermandad sigue sin variante. La procesión de la Virgen se celebra con cierta periodicidad realizándose definitivamente en unas andas propias.

Cabe destacar en esta época la celebración acontecida el 16 de octubre de 1881 cuando la Virgen fue llevada, a instancias del Cardenal Lunch y Garriga, hasta el Palacio Arzobispal, con gran asistencia de fieles como recoge el Boletín del Arzobispado: «La Hermandad hizo estación con su preciosa Virgen el domingo último recorriendo el largo trayecto hasta el Palacio Arzobispal, donde esperaba nuestro amadísimo prelado, ansioso de venerarla y de satisfacer su tierna devoción. La procesión regresó por las calles de Francos, Salvador, Sierpes, apresurándose los fieles a poner colgaduras e iluminar sus casas, demostrando así su piadoso afecto hacía la Beatísima Virgen María»

Especialísima debió ser la devoción del prelado, quien otorgó a los fieles, en mayo de 1880, indulgencias a quien rezase delante de la Virgen cualquiera de las oraciones marianas reconocidas por la Iglesia Católica.

Cardenal Joaquín Lluch y Garriga (1816-1882)

Junto con la procesión en octubre se celebra en honor a la titular sendas novenas, como las acontecidas en 1875, 1876 y 1882 con la asistencia de los fieles, quienes sufragaban los gastos de los cultos. El Rosario Público, que ya en la primera mitad del siglo XIX había caído en desuso, ahora está prácticamente abandonado, quedando constancia únicamente de la celebración en noviembre de los años 1876 al 1879 de un Rosario de Ánimas extraordinario que hizo estación en el cementerio.

En relación con los hermanos difuntos, se sigue prestando servicios de sufragio hasta fin de siglo. Hay que señalar un suceso acontecido a este respecto que es importante a la hora de entender el carácter de la Hermandad. Siempre, a lo largo de la historia, las mujeres han tenido un papel importante dentro de la corporación. La Hermandad, consciente del papel de estas, creó, en 1878, una “Hermandad de Mujeres” que se encargaron de colaborar en todo con la Junta directiva. Tal fue la influencia que ejercieron, que consiguieron en 1882, que el Cristo de la Paz presidiera el aparato mortuorio de las féminas, cosa que desde antiguo estaba reservado a los varones.