Un Ave María a la medianoche

Manuel Lamprea Ramírez

Por cuestiones y circunstancias eminentemente personales, y en un marco familiar de tradición cofradiera limitada a la propia Semana Santa y sus jornadas capitales, el universo amplísimo e infinito de las glorias no se me reveló hasta prácticamente alcanzar el terreno de la adolescencia, ese episodio vital en el que de manera cierta nos configuramos como personas en cuanto a inclinaciones, apetencias y pensamientos se refiere, con el espaldarazo inicial de la infancia.

Era un mes de noviembre cuando descubrí que, en efecto, se desarrollaban procesiones en Sevilla más allá de marzo o de abril; que la historia misma se escribía por feligresías o collaciones y que buena parte de esas manifestaciones constituían la vertebración incluso de zonas históricas de la ciudad. De la mano de la Virgen del Amparo conocí este vasto catálogo de advocaciones que, a día de hoy, me causan además una atracción naturalmente espiritual pero también de investigación, de historia y de sociología.

Cuando un mediodía de octubre, cercado por la fisonomía dormida pero aún latente de los Humeros, me detuve en aquel farol de la cofradía acepté, con agrado y entusiasmo, que el saber jamás ocupa lugar y que innumerables trazas de incalculable valor religioso aún perduran en la más profunda pureza. Aquel diminuto yacente que hoy día mantiene los ojos abiertos de curiosos y devotos nos abre la puerta a un reducto de pureza que se niega a cualquier doblez, sabedores del peso áureo de lo que resulta inmutable y así se ha heredado. Ahora recuerdo cómo aquellos cofrades, gracias a la tecnología y a la memoria de una de las mujeres del barrio, logró capturar para la eternidad un inestimable catálogo de cantos por campanilleros, nunca antes transcritos o trazados. En ese ímpetu de las cosas sencillas está el alma verdadera de una ciudad cada vez más amenazada por el cartón y la piedra, acechada por la sombra de unos monumentos transmutados en decorados, sin gracia y sin viveza. En estas expresiones populares se concentra lo que ahora tanto anhelamos, y es deber nuestro -de todos- preservarlo como una reliquia viva, como un músculo a ejercitar para que no se atrofie ni olvide la fuerza que antaño gozó, ejemplo de la naturalidad que bien debiera reinar en nuestras hermandades.

Si a todo ello le sumamos una advocación trascendental en nuestro devocionario, la suma es redonda. De niño, cuando bajaba en autobús desde el pueblo y me apeaba en la estación, me detenía, con intolerable indiferencia, en aquella espadaña vencida, en aquella capilla en la que entré más tarde de lo que me hubiera permitido. Ahora, siempre que puedo, paso y me detengo, o me asomo a sus diminutas rejas para rezarle un Ave María, alta la medianoche, de regreso a casa. Allí, en su altar, maciza y firme como un trigal en mayo, como una amapola encendida, la Virgen del Rosario aguarda en perfecta hermosura el devenir del tiempo, sabedora de su singularidad y de su virtud más consagrada: la armonía. La armonía de su efigie, de su belleza, de su gracia. Detenerme ante ella es alcanzar un verdadero estado de paz -así nos lo testimonia el grave crucificado- que en pocos lugares hallo, un entorno de identificación plena en lo personal y emocional. A día de hoy, cuando me preguntan por una hermandad de gloria, respondo los Humeros. Sin saber muy bien por qué. O sí.

Fotografías: Federico Jaime