Nuevo trono para la Santísima Virgen del Rosario

Durante el reinado de los llamados “Luises”, Francia vive una época de extraordinaria fuerza artística y cultural. La arquitectura se caracteriza entonces por su carácter palaciego, monumental y por una fastuosidad ornamental sin parangón en el resto de Europa.

Con Luis XV surge un nuevo gusto por la intimidad en las estancias. Desaparecen las formas de majestuosa pesadez que habían dominado las decoraciones, sustituidas ahora por otras más ligeras, delicadas y de un marcado carácter femenino.

La pompa y la solemnidad ceden su lugar a ambientes íntimos, impregnados de fantasía, que reflejan a una sociedad refinada, elegante, sensual, despreocupada y festiva.

En España se alcanzó una extraordinaria riqueza ornamental, marcada por una notable distorsión de sus elementos decorativos. Estos se combinaron con distinta intensidad según la época, la región o el estamento social. La exuberancia decorativa se trasladó a las fachadas y retablos de las iglesias, donde la profusión de motivos dio lugar a un espectacular efecto de bosque dorado.

Más allá de la evolución natural de los estilos, dos factores influyeron de manera decisiva: por un lado, la Contrarreforma. La Iglesia romana, en su oposición al luteranismo, buscó fomentar la devoción acrecentando el lujo en los templos y generando conjuntos de gran grandiosidad efectista, partiendo de la magnificencia catedralicia y de sus artes suntuarias. Por otro lado, el auge de las monarquías absolutas en Europa llevó a los soberanos a rodearse de un boato extraordinario, cuyo marco más adecuado fue el esplendor barroco, un estilo de carácter mixto, entre lo sensual y lo espiritual, que exaltaba lo corpóreo al tiempo que aspiraba con pasión a formas elevadas para ensalzar la gloria.

En lo que respecta a las artes decorativas, en España comenzaron a manifestarse tímida y confusamente durante la última década del reinado de Felipe V, con el estilo Regencia del Alcázar de Madrid. Entre tanto, una oleada de italianismo, alentada en tiempos de Isabel de Farnesio, supuso incluso un cierto retroceso, pues bebía directamente del barroco italiano heredero del estilo de Luis XIV.

El sillón de trono que nos ocupa responde a la necesidad de complementar dignamente la imagen titular de Nuestra Señora del Rosario. Su estilo artístico está determinado por la propia imagen dieciochesca y condicionado por los elementos iconográficos y atributos marianos de realeza presentes en los bordados y en la orfebrería de su rico ajuar procesional. Con ello se consigue una visión hermosa y unitaria, largamente anhelada, que hace justicia a la riqueza y armonía del conjunto.

Su lenguaje formal es plenamente barroco, elevándose progresivamente hasta alcanzar las magnificencias del rococó en la línea del estilo Luis XV. La elección de los motivos ornamentales se guía por la búsqueda de la belleza, tanto en la elegancia de sus líneas como en el simbolismo de los elementos que lo integran. Se trata de formas vivas, concebidas sin un diseño definitivo previo, en constante evolución y abiertas a cambios, fruto de la libertad creativa que acompaña cada fase de su ejecución volumétrica.

El rococó se difundió plenamente durante el breve reinado de Fernando VI y alcanzó su consolidación bajo Carlos III. Gracias a la iniciativa de este monarca, llegaron desde Nápoles grupos de artífices especializados que fundaron en Madrid una serie de Reales Fábricas, destinadas a producir obras a la altura de las realizadas en las principales cortes europeas y al servicio del nuevo Palacio Real.

De respaldo curvado tipo góndola, la pieza se organiza en torno a una pala central en forma de lira, levemente reclinada. En su interior se dispone un medallón con doble juego de “C” contrapuestas, enlazadas por una serie de diez cuentas de rosario, aludiendo al decenario de las Ave Marías. Enmarcado dentro de este motivo, aparece un ramillete de doble palmeta —símbolo de la entrada triunfal de los reyes—, del que irradian en abanico cinco rosas estilizadas, representación de los cinco misterios del Rosario.

La flor, por su advocación mariana, se multiplica a lo largo de toda la composición en formas diversas, subrayando su doble valor: ornamental y simbólico, en referencia a la victoria y la paz eterna.

Del asiento parten las orejas laterales del respaldo, concebidas en plena estética rococó: de curvatura libre y dinámica, con palmas enroscadas, cintas de lazos y elementos propios de la rocalla —aguadas ondulantes y formas arriñonadas (rognon)—. Estas se rematan en volutas que se enlazan con el penacho superior, mediante discos y carretes de transición.

El conjunto culmina en un cestillo acampanado con estrías de concha, del que brota un ramillete floral del que, a su vez, parten dos guirnaldas que recorren las líneas ornamentales y acompañan el contorno del respaldo.

Toda la estructura se presenta calada y tallada en relieve por ambas caras, lo que aporta una delicadeza extrema y permite una visión transparente de la imagen desde la parte trasera, evocando la luz filtrada en los ventanales góticos, aunque reinterpretada bajo la riqueza ornamental del barroco de tradición Chippendale.

En un constante y dinámico juego de curvas y contracurvas, las líneas serpenteantes delimitan los espacios y configuran el conjunto, completando así los elementos que conforman el sillón. Los brazos, de trazo sinuoso y ornato de rocalla, se abren hacia el exterior para dejar holgura al paso de los vestidos, al tiempo que envuelven la figura con gesto envolvente. Concluyen proyectándose hacia fuera y rematando en una voluta enroscada.

La curva alcanza aquí su máxima expresión voluptuosa, rompiendo moldes y normas al convertirse en el verdadero soporte de todo el variado repertorio ornamental. Este dinamismo se prolonga en las patas, de contornos abultados que se expanden hacia fuera y se revierten hacia dentro, adelgazando progresivamente en sus extremos hasta culminar en volutas finas y elegantes. De este modo, el asiento adquiere un aspecto de gracia y ligereza, en armonía con la flexibilidad general de la composición.

Con esta pieza se completa el ajuar más personal de la imagen de la Santísima Virgen del Rosario, culminándose el anhelo de varias generaciones que soñaron con dotar a nuestra Madre de un trono digno de su belleza y magestad. No es casualidad que hayan sido las  manos de NºHº Antonio Comas Pérez las que han dado forma al sueño de toda la Hermandad y su ejecución posible gracias al esfuerzo de sus hijos del arrabal. Nuestra impaciencia no supo ver que la Virgen guardaba en su corazón el nombre Antonio, su hijo artista, para que con su amor incondicional culminara su estampa. Ahora sí, se cumple el sueño esperado por todos Humeros que fueron, son y serán.